Escena 1. Estoy en una plaza con mis hijos. El mayor, que en ese momento tenía unos siete años, se esfuerza por descolgarse de una trepadora. En la trepadora de al lado, un chico que aparenta ser algo menor también intenta bajar cuando de repente noto que está asustado por la altura. Rápidamente me acerco y le ofrezco ayudarlo. Un minuto después, mi hijo me alecciona: “Papá, no se puede ayudar a desconocidos. No hay que hablar con gente que no conocés”.
Instantáneamente me surge decirle que no es así. Que, por el contrario, siempre hay que ayudar a los demás cuando lo necesitan y está a nuestro alcance hacerlo. Pero me freno: empujados por un mundo más peligroso que aquel en el que crecimos, estamos criando chicos seguros al precio de hacerlos desconfiados e insolidarios.
La respuesta de mi hijo es resultado de lo que la mayoría de los padres de hoy enseñamos para protegerlos del peligro. Así como no es correcto no ayudar jamás a nadie, tampoco podemos indicarles como regla que pueden hablar o ayudar a cualquier desconocido. ¿Cómo transmitirle a un chico de siete años el criterio para definir qué otros son peligrosos y cuáles no?
Escena 2. Otro de mis hijos, en ese momento de tres años, sube al auto de su abuelo en un día de mucho calor. “Prendé el aire”, le pide. Mi suegro responde que su auto no tiene aire acondicionado, a lo que mi hijo, completamente sorprendido contesta: “No puede ser. TODOS los autos tienen aire acondicionado”.
Yo recuerdo bien la noche en mi vida, a los 27 años, en que tuve por primera vez un acondicionador de aire en mi habitación. Mucho más vívidamente recuerdo las noches de calor de mi infancia y adolescencia, dando vueltas en la cama tratando de captar cada atisbo de brisa que saliera de mi ventilador turbo.
La combinación del abaratamiento de ciertos productos electrónicos con el carácter cada vez más descartable de los bienes que consumimos está subvirtiendo el valor de las cosas a los ojos de nuestros niños. La mayoría de los juguetes que reciben (made in China) duran de unos pocos días a unos pocos meses. Hoy nada es demasiado apetecible, nada es durable. Criados a 23 grados, nuestros chicos pierden adaptabilidad y capacidad de lidiar con la frustración.
Escena 3. Voy en el auto por la 9 de Julio. Al pasar por el Obelisco, me detiene el semáforo. Al lado mío para un auto manejado por un hombre que lleva a dos niños en el asiento trasero. Una nena se acerca a su ventanilla para pedirle una moneda. El padre, sin siquiera mirarla, le hace un ademán de disgusto para que desaparezca.
No hay nada malo en no poder dar dinero en una ocasión puntual. No siempre es posible ayudar. Pero estoy seguro de que ese hombre no registró que el gesto de desprecio con que lo hizo fue un silencioso mensaje estridente para sus hijos. Posiblemente alguna de estas noches el señor se siente a hablarles de la importancia de ser solidarios, pero ellos para entonces habrán aprendido bien la lección. No importa lo que decimos, sino lo que hacemos. A la vista de nuestros niños. A cada momento.
Epílogo. Las tres escenas sucedieron en un lapso de unos pocos días. No estoy seguro de si hay un hilo que las vincule linealmente. Son, tal vez, una muestra desordenada pero cruda del desafío que es ser padres y madres hoy. Y una muestra también de la dificultad que se plantea al tratar de balancear peligro y libertad para criar personas con valores nobles, que aprecien y disfruten las cosas, respeten a los demás y puedan desenvolverse bien en el mundo que viene.
Autor: Santiago Bilinkis
Fuente: La Nación