En una visita reciente a WalMart, el director de la tienda explicaba que, como parte de su política de cuidado del ambiente, se esfuerzan por reducir su consumo eléctrico con varias técnicas de uso eficiente de la iluminación y la refrigeración de la tienda. Después de la visita, un alumno cuestionaba: “al final no queda claro si lo de apagar las luces o el aire acondicionado lo hacen por cuidar la naturaleza o por ahorrarse unos pesos”.
Y entonces me pregunté: ¿hace falta hacer esa elección? ¿debemos elegir si somos ecológicos o económicos?
Como economista, aprendí que los individuos se esfuerzan por obtener lo que quieren por razones que responden a su interés individual. Por otro lado, el discurso ecológico nos alienta a cuidar los recursos escasos que el planeta nos brinda pensando como comunidad, pensando en compartirlos con otros, o apelando a nuestra conciencia para respetar los derechos de futuras generaciones. Todos motivos desinteresados.
Retomo entonces la pregunta: ¿hace falta que nos cuestionemos si nuestros motivos son individuales o sociales, cuando todo apunta en la misma dirección?
Numerosos ejemplos nos muestran que ahorrar y cuidar el planeta son, hoy en día, la misma cara de la moneda. Los envases retornables son menos contaminantes, y disminuyen nuestro gasto. Lo mismo ocurre con los nuevos focos, los motores híbridos que comienzan a instalarse en numerosos automóviles, o el uso más responsable del agua potable.
En síntesis, para conseguir persuadir a cualquier persona sobre los beneficios de incorporar en su vida nuevos hábitos “verdes” podemos apelar a su conciencia social, o su interés individual en cuidar sus finanzas.
Economía y ecología, ¡una dupla infalible!