Hace 40 años, en medio de una convulsión política y social sin límites, el país entró en uno de los períodos más trágicos de su historia. Los primeros minutos del 24 de marzo de 1976, cuando la Junta Militar depuso a la presidenta María Estela Martínez de Perón, llevándola en helicóptero desde la terraza de la Casa Rosada hasta el Aeroparque -desde donde fue trasladada, detenida, a la residencia El Messidor, en Neuquén-, las Fuerzas Armadas concretaron el golpe de Estado más anunciado del siglo XX.
El teniente general Jorge Rafael Videla, un militar débil de carácter y con capacidad de mando relativa, según la descripción que hoy prevalece en el Ejército, presidió la Junta Militar durante los primeros cinco años del Proceso de Reorganización Nacional. Compartió las riendas con el jefe de la Armada, el almirante Emilio Eduardo Massera, y, en menor medida, con el brigadier Orlando Ramón Agosti, jefe de la Fuerza Aérea. Todos fueron condenados por delitos de lesa humanidad en el Juicio a las Juntas, hito fundamental en la etapa de la reconstrucción de la democracia, impulsada por Raúl Alfonsín.
Con la represión como telón de fondo, Videla confió la política económica a José Alfredo Martínez de Hoz. La Cancillería y el área de Bienestar Social, entre otras zonas sensibles, quedaron bajo el mando de Massera, un almirante con ambiciones.
Hay consenso en el área castrense en que el Ejército se dividía en feudos y el presidente de facto no controlaba la fuerza. Luciano Benjamín Menéndez mandaba en Córdoba; Ramón G. Díaz Bessone, en Rosario; Guillermo Suárez Mason, en el I Cuerpo de Ejército, y Santiago Omar Riveros, en Campo de Mayo, entre otros. Aún hoy se recuerda una frase de Menéndez: “Yo soy amo y señor de la vida y de la muerte, acá”, en referencia a Córdoba. En cada zona funcionaban centros clandestinos de detención, la huella más sangrienta del proceso militar. En todo el país sumaron más de 150, según se reveló en los juicios por delitos de lesa humanidad.
La investigadora Paula Canelo, en su reciente libro La política secreta de la última dictadura militar (1976-1983), distingue tres grupos entre los generales que asumieron el poder. Los “duros” (Menéndez, Suárez Mason, Díaz Bessone), a quienes define como anticomunistas, antiperonistas y antipolíticos; los “politicistas” (Roberto Viola, José Rogelio Villarreal, Horacio T. Liendo y Reynaldo Bignone), con una mirada más pragmática sobre los objetivos de la dictadura, y los “moderados” (Videla, Albano Harguindeguy), que buscaban el equilibrio entre ambas facciones y sostenían a Martínez de Hoz.
Los ojos del mundo posaron su mirada sobre la Argentina y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA envió en 1979 una misión, para certificar en el propio campo lo que en el exterior ya se condenaba. Denunció que había detenciones arbitrarias, desapariciones y torturas. Al año siguiente, Adolfo Pérez Esquivel recibió el Premio Nobel de la Paz por su lucha en favor de los derechos humanos.
Videla preparó con anticipación a su sucesor, Viola, que asumió en marzo de 1981 y fue relevado nueve meses después por una crisis interna. En diciembre asumió Leopoldo F. Galtieri, con un estilo más centralizado y arbitrario. Pasó a retiro a 33 generales y cumplió el proyecto de la Armada para recuperar las islas Malvinas.
“Fue una guerra no pensada y jamás planificada”, recuerda hoy el general Martín Balza, que combatió en la guerra de 1982 y condujo el Ejército durante diez años en el gobierno de Carlos Menem. “Fuimos a la guerra sin conocer el armamento británico”, precisó el ex jefe militar, al revelar a LA NACION que los soldados recibían en pleno campo de batalla ejemplares de la revista Jame’s enviados por los altos mandos para que conocieran el arsenal enemigo.
La derrota militar en Malvinas abrió paso a la última etapa, encabezada por Bignone, quien convocó a elecciones en 1983.
“Lo más valioso es que, a 40 años del inicio de la peor dictadura, llevamos 32 años de gobiernos democráticos. Es el período más largo en democracia, con gobiernos de distintos partidos, en elecciones libres. La derrota en Malvinas y la caída de la dictadura inauguraron un período inédito en la historia argentina”, observó la historiadora Hilda Sábato.
Para el editor y ensayista Alejandro Katz, la dictadura “es el lugar adonde nunca más deberíamos ir” y hoy la lección principal es “evitar que la política se convierta en violencia y la violencia se convierta en muerte”.
Apoyado en la sucesión de gobiernos surgidos de la voluntad popular, Katz advierte sin embargo que “la democracia le debe mucho a la sociedad y la sociedad le exige poco a la democracia. Nos hemos vuelto demasiado complacientes”.
Para Hilda Sábato, los sucesivos gobiernos no han sido perfectos y tuvieron enormes problemas. “La democracia es una aspiración más que una realidad. Nunca se llega a la democracia perfecta. Aun en los momentos de mayor dificultad, siempre las sucesiones se hicieron a través de los mecanismos constitucionales establecidos. Se superaron las crisis por la vía institucional”.
Fuente: La Nación